ANÁLISIS INTERNACIONAL

Elecciones en contexto: del Puente hacia el futuro de Temer al voto nostálgico de los tiempos de Lula

En los últimos años Brasil ha aplicado un modelo económico pro mercado, sin grandes beneficios para el grueso de la población. En ese contexto, al día de hoy tiende a imponerse el voto nostálgico de los tiempos de Lula da Silva.

Por Ignacio Lautaro Pirotta | 23-01-2022 10:04hs

A fines de octubre de 2015, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), comandado por el entonces vicepresidente Michel Temer, presentó el documento titulado “Un puente hacia el futuro”. Allí, el partido que era el socio principal del Partido de los Trabajadores (PT) presentaba una propuesta de gobierno que iba en dirección diferente a la de la presidenta Dilma Rousseff.

Más allá de que hablaba de la “pacificación del país” y de algunos otros temas, lo central del documento era la propuesta de un giro pro mercado. Más ajuste fiscal (ya en medio de una recesión), privatizaciones, reforma laboral, reforma previsional, reforma fiscal, mayor apertura y búsqueda de acuerdos comerciales “con o sin el Mercosur, aunque de preferencia con este”. Según Temer y compañía, esa era la arquitectura que llevaría a Brasil hacia el futuro.

Poco más de un mes después, en los primeros días de diciembre, Eduardo Cunha (también del PMDB), presidente de la Cámara de Diputados, autorizó el inicio del proceso de juicio político. También en aquel diciembre se conocería la carta de Temer a Dilma, poniéndo de manifiesto su disgusto con la desconfianza que la presidenta mostraba hacia él y el PMDB. La gran alianza del PT con el PMDB estaba rota, y el impeachment se consumaría en abril de 2016.

Una vez en el poder, los dos pasos más importantes de Michel Temer en línea con el Puente hacia el futuro fueron la aprobación del techo de gastos, un mecanismo que congeló el presupuesto nacional por 20 años, permitiendo solo actualizaciones anuales de acuerdo a la inflación. Lo segundo fue la reforma laboral, con la que se prometía la creación de 2 millones de puestos de trabajo en dos años y 6 millones en una década. El resto de las reformas y las privatizaciones quedaron truncadas con Temer envuelto en escándalos de corrupción, su popularidad por el suelo y la proximidad de las elecciones.

En el carnaval de Río de Janeiro de 2018, Michel Temer fue retratado como un "vampiro neoliberal". El entonces presidente había iniciado el giro pro mercado a partir de un impeachment flojo de papeles y tenía una aprobación muy baja.  Sin embargo, en octubre de aquel año, ese modelo fue revalidado por las urnas. Aunque el triunfo de Jair Bolsonaro estuvo signado principalmente por la crisis de representación y la ola antipolítica, las propuestas económicas también jugaron un papel importante.

Con Paulo Guedes vendido como un futuro superministro de Economía (algo que nunca fue), Bolsonaro proponía la continuidad del modelo volcado al mercado y en contraposición al “agotado” modelo petista. Para entonces, aquel modelo “fracasado” ya había sido exitosamente etiquetado como “populista”, entendiendo por ello al gasto público excesivo con fines electorales y cortoplacistas. Bolsonaro ganó las elecciones prometiendo privatizaciones, reforma previsional, más flexibilización laboral, continuidad del techo de gastos, reforma fiscal y administrativa, independencia del Banco Central, desregulaciones y gobierno de técnicos.

Fue en el contexto de crisis económica, crisis de representación política, empoderamiento del discurso conservador y del antipetismo que tuvo lugar la elección de Jair Bolsonaro. Pero la esperanza económica que despertó Bolsonaro se resume a la idea de que bastaba bastaba terminar con el populismo y la corrupción de la partidocracia para que Brasil saliera adelante.

El diagnóstico que quedó instalado en la discusión pública era que la crisis económica, que había costado 3,5 millones de puestos de trabajo y una contracción del 8% y que para 2018 aún no encontraba salida, era consecuencia del modelo populista y de la corrupción sistémica. Los hechos y los discursos de aquellos años terminaron coronando a dos grandes significantes como los culpables de la crisis: el populismo y la corrupción.

No interesa aquí si el término “populismo” describe un fenómeno real o si es utilizado simplemente para denostar al adversario, o si la crisis tuvo o no relación con él. Lo mismo para el caso de “corrupción” y todos los escándalos derivados de la Lava Jato. Lo que se señala aquí es que la narrativa dominante fue construida con esos términos, y a partir de ellos se puede comprender el proceso que va de 2016 a la actualidad.

La manera en que estaba instalada la idea de que la crisis era consecuencia directa de la corrupción la grafica muy bien el sociólogo y columnista del diario Folha de Sao Paulo, Celso Rocha de Barros, en el libro “¿Democracia en peligro?”:

“Crisis y Lava Jato al mismo tiempo, generaron en la población un sentimiento que vi expresado en una manifestación de empleados públicos estaduales en el centro de Río de Janeiro a comienzos de 2018: “No es crisis, es robo”, gritaban los manifestantes”.

El punto de conexión entre la defensa del “Estado mínimo” y la agenda anticorrupción continuó siendo, como en la época del Consenso de Washington, la idea de que el “Estado grande” es sinónimo de corrupción. Esa idea es la que para el antropólogo Ronaldo de Almeida, de la Universidad de Campinas, hizo atractivo el discurso pro mercado en los sectores de menos ingresos. Todo en la atmósfera creada con la Lava Jato, “la operación anticorrupción más grande de la historia de Brasil”, como se la conoció, con la figura del juez Sérgio Moro a la cabeza del proceso.

La empresa Petrobras sintetizó los tres elementos (populismo económico, corrupción y crisis) y es el gran paradigma de todo el proceso. La empresa más grande de Brasil fue el epicentro de la Lava Jato -inicialmente conocida como Petrolão-, fue utilizada por Dilma para congelar los precios de los combustibles, y fue centro también de la crisis económica, con pérdida de más de la mitad de su valor de mercado, desinversiones y efecto dominó para el resto de la economía. El giro posterior también se puede ver a través de la Petrobras: “gestión empresarial”, precios internacionales sin interferencia del Gobierno y privatizaciones de algunas de sus empresas subsidiarias e infraestructura.

Una vez en el poder, Bolsonaro mantuvo a grandes rasgos el giro pro mercado iniciado con Temer, pero con bastantes contradicciones. Avanzó con la reforma previsional (es posible que un gobierno de otro signo político también la hubiese aplicado), algunas desregulaciones, privatizaciones,  flexibilización laboral temporal en el contexto de pandemia y aprobó la independencia del Banco Central. Mantuvo los precios de los combustibles atados a los precios internacionales y, aunque con notorias  violaciones de hecho, mantuvo el techo de gastos.

Pero tanto los precios de los combustibles como el techo de gastos fueron objeto permanente de cuestionamiento por parte del propio Bolsonaro, aunque sin decidirse nunca a cambiar realmente dichas políticas. Ello lo ha dejado en una posición de continuidad con el modelo y al mismo tiempo desconfianza por parte del mercado.

Había sido implementado a partir de 2016, el giro pro mercado podía ser rentable electoralmente en 2018, pero no ha ofrecido resultados positivos para el grueso de la sociedad brasileña. En 2019, primer año de Bolsonaro y último antes de la pandemia, el crecimiento fue del 1,3%, continuando con la dinámica inaugurada por Temer de grandes expectativas seguidas de frustración. En 2021 apenas se recuperó lo perdido durante la pandemia en términos de PBI, y para 2022 las proyecciones oscilan entre el crecimiento por debajo de un punto y una leve recesión.

El desempleo continúa arriba de los dos dígitos y la reforma laboral nunca creó los puestos de trabajo prometidos. Lo que no ha parado de crecer es el cuentapropismo y las modalidades de trabajo temporal e intermitente, esta última un invento de la reforma que, como dicen desde el PT, “legaliza las changas”.

A diferencia de sus accionistas, que han obtenido grandes dividendos, la población no se beneficia con la actual política de precios de la Petrobras y los aumentos del diesel y la gasolina fueron del 46% en 2021. Según la encuesta Datafolha de diciembre de 2021, para el 56% de los brasileños, Bolsonaro gobierna para los ricos. La inflación (IPCA) llegó al 10,06% en 2021 y para el caso de la canasta básica es más alta todavía. Este año una vez más el gobierno limitó el aumento del salario mínimo al IPCA, significando una pérdida real para el salario y las prestaciones sociales.

No interesa aquí señalar si tal modelo es adecuado o no, cuáles son sus consecuencias o si la falta de resultados positivos es porque se implementó a medias, o porque se implementó mal, por causa de la pandemia. El punto es que es fácil imaginar que a los ojos de la sociedad brasileña los argumentos en favor del modelo pro mercado han perdido fuerza y que políticas comúnmente impopulares como la reducción de derechos laborales o el ajuste fiscal ya no cuentan con el contexto que las hacía más persuasivas o menos desagradables en una elección.

En el nuevo contexto, hacen agua los discursos que defienden la reforma laboral de 2017, la política de precios actual de la Petrobras, las privatizaciones como solución para los males del país o  que hablan del techo de gastos como si se tratase de algo sagrado. Por supuesto que existen electores que ven con agrado esos discursos, y ni que hablar de actores económicos.

La política brasileña desde hace unos años se puede comprender a partir de cuatro grandes grupos. De un lado Lula y el Partido de los Trabajadores; del otro Jair Bolsonaro; un espacio de centro izquierda, donde hoy está en soledad Ciro Gomes; y un espacio de centro derecha a derecha en donde se encuentran desde Sérgio Moro, João Doria, gobernador de San Pablo y Simone Tebet (precandidata del MDB) y Henrique Mandetta, exministro de Salud de Bolsonaro. A excepción de Ciro Gomes y Lula, el resto de los candidatos siguen la línea del Puente hacia el futuro.

Que el modelo presentado en aquel documento publicado por el PMDB en 2015 e implementado a partir del impeachment a Dilma no sea ya tan atractivo electoralmente no quiere decir que sea su fin o que el próximo gobierno aplique un cambio radical. No por acaso la candidatura de Lula da Silva tiene a Geraldo Alckmin, un histórico opositor al PT, como favorito para ser el vice.

Si de Lula hablamos, los principales puntos de ataque que ya padece y va a padecer su candidatura son la corrupción expuesta por la Lava Jato y la crisis económica que tuvo inicio con Dilma. Precisamente, con el cambio de contexto, esos dos puntos ya no tienen la fuerza que supieron tener. Los ataques por la  “corrupción” ya no tienen asociación directa con los padecimientos del día a día de los brasileños. La conexión de sentido entre corrupción y crisis económica ahora hay que “anunciarla”, hay que evocarla -como hace permanente Sérgio Moro, lanzado como precandidato a la presidencia-, cuando entre 2015 y 2018 era omnipresente. Lo mismo sucede con el “populismo económico”, y máxime cuando 1) la implementación del giro al mercado no ha mostrado resultados y 2) la crisis está asociada a Dilma Rousseff y no a los gobierno de Lula que fueron una época de prosperidad.

Por consiguiente, y dejando al margen todo lo que implicó la anulación de las sentencias de Moro -como contó Walter Delgatti, el hacker que difundió las conversaciones del exjuez con los fiscales, y que intruso el celular de uno de ellos admirando el trabajo de la operación anticorrupción y con la idea de conocer más sobre los delitos: “cuando tuve acceso terminé decepcionándome, y vi que los crímenes estaban siendo cometidos entre ellos”-, las acusaciones de corrupción contra Lula quedan mayormente en un plano moral.

Sin dudas, 2022 va a tener mucho que ver con la credibilidad de Lula, la confianza de los electores en él, la coherencia entre lo que él dice que es y lo que la gente ve en él. La disputa de narrativas respecto a la Lavo Jato. Pero esa es otra historia.

Populismo y corrupción fueron dos grandes arietes que encontraron las oposiciones al giro a la izquierda en América Latina cuando este parecía gozar de murallas casi infranqueables. En el caso de Brasil, el “populismo” se redujo fundamentalmente a su dimensión económica y la “anticorrupción” encontró la expresión más relevante de la región con la Lava Jato y la prisión de Lula.

Desde que se anularon las condenas contra Lula, en marzo de 2021, las sucesivas encuestas de intención de voto y otras mediciones de cara a las elecciones lo muestran como el principal favorito para ocupar el planalto a partir del 1ro de enero de 2023 (última vez que se utilizará esa fecha para la asunción presidencial). El Puente para el futuro parece estar dando lugar a un voto nostálgico de los tiempos de Lula.

La letra de una de las canciones de Juliano Maderada, quien compone canciones en apoyo al PT, capta bien ese sentimiento de nostalgia en medio de un presente difícil: “Eu to com saudades do tempo do Lula; de votar no Lula, no 13 de novo; não tô aguentando, o dinheiro acabando; e nós sofrendo, comendo só ovo” (Estoy con nostalgia del tiempo de Lula; de votar a Lula, en el 13 de nuevo [el código electoral del PT]; no estoy aguantando, el dinero acabando; y nosotros sufriendo, comiendo sólo huevo). La encuesta de intención de voto de Datafolha de diciembre pasado muestra que en este momento esos nostálgicos del tiempo de Lula son el 48% de los brasileños en edad de votar.

El resultado todavía está abierto, pero gran parte del contexto de la elección tendrá que ver con el agotamiento del Puente para el futuro, el voto nostálgico y, tal vez, la búsqueda de una nueva síntesis.


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